SIDEWAYS: TURÍN (1)
El día amaneció en Turín con el cielo plomizo que suele engalanar a la ciudad en el otoño. Desde la cama y a través de la ventana, observé las alturas encapotadas de una de las localidades que más me gusta de Italia. Quizá sea así porque en ocasiones es difícil creer que Turín forma parte del mismo país que incluye al Mezzogiorno y a esos seres extraños que denominan meridionales o terroni, los responsables de que Italia sea víctima de los tópicos; ustedes ya me entienden, meine Damen und Herren, en España ocurre algo parecido. La belleza de Turín no es monumental ni descansa sobre el limo de la historia, pero es difícil no sentirse subyugado por la cuna del vermut— Cinzano es mi favorito—, la elegancia de sus mujeres y ese estilo de vida austero aunque exigente que se respira en las calles.
Y. había solicitado que nos sirvieran el desayuno a las nueve en la habitación. Sin embargo, faltaban pocos minutos para las siete y yo estaba despierto (les aseguro que no lo hice para observarla). Después de varios intentos por conciliar el sueño, opté por mirar el techo. Ya sé que suelen ser todos iguales, estimados parroquianos, pero mi imaginación se mostró tacaña a la hora de proporcionarme una alternativa; además me apetecía rebullirme entre la sábana; que no era la Santa Sindone precisamente: crujía en exceso. Con todo y con eso, fue la sábana la que me ayudó a tomar una decisión, ya que Y., al girarse, quedó destapada. La visión de su cuerpo, la camisola con la que duerme y la culotte me hicieron comprender que hay otras formas de comenzar el día: afortunadamente, ella compartió dicha opinión; después ambos desayunamos con apetito.
Las dos jornadas en Turín queríamos destinarlas a lo habitual: pasear por la ciudad, encontrarnos con amigos y realizar algunas compras; todo relajado y sin prisas. Sin embargo, yo debía dedicar el primer día a algo que siempre es espinoso, meine Damen und Herren: asomarme al abismo del pasado. La noche de nuestra llegada cenamos en el restaurante del hotel junto a dos antiguas amigas. Durante el encuentro pretexté algo que a Botiflard le resultó increíble— así lo indicó su gesto— y me ausenté: regresé a la habitación para llamar a Antonella. Mantuvimos una breve conversación en la que ella venció su sorpresa inicial, y yo, mi inquietud. Les reconozco, estimados parroquianos, que yo ignoraba qué pretendía al obrar de ésa manera. Tal era mi incerteza, que mientras Y. se maquillaba junto a mí y yo me afeitaba me sentí incómodo. Ella interpretaba que mis miradas soslayadas eran para apreciar su desnudez, pero yo sabía el auténtico motivo: disfrutar del presente cuando el pasado no se entiende es difícil.
Baltasar Garzón es un hombre aficionado a asomarse a los abismos, aunque de hecho lo que le gusta es atravesarlos con el donaire de un funámbulo cojo; es lo que algunos denominan prevaricación. Mi condición de lego me impide opinar al respecto, aunque sin embargo me permite ser objetivo en otras cuestiones que afectan al justiciero universal. Sé que algunos acusan a Herr Garzón de ser un vendido, pero creo que están equivocados, queridos lectores; sí, ya que el juez Garzón es algo peor: un realquilado con derecho a cocina; porque eso es lo que le interesa al ecuánime de chicha y nabo: la cocina; ya saben, meine Damen und Herren, ése lugar donde todo se «cuece». El último esperpento de Herr Garzón no es más que una nueva muestra de esas vertientes deformadas de la vida que el otro perla — José Luis Rodríguez, el Puma— considera que rigen los destinos de un político: manipulación, oportunidad, interés personal y falsedad. Una vez más, estimados parroquianos, no me sorprende la impericia de un juez de «todo a 100» que utiliza su toga de la misma forma que un torero su capote: ¡Olé! ¿Herr Garzón forma parte de la cuadrilla del «maestro»? Si así fuera, meine Damen und Herren, tendríamos que buscarle un mote: ¿el niño de las puñetas?; ¿el palanganero del amanecer?; ¿finito de chupo y trago?; ¿el largo meas?; ¿el castrati del vozarrón? Es algo difícil, queridos lectores: los motes taurinos conforman un género literario propio.
Hoy no mencionaré esas instrucciones deleznables y toda la parafernalia que esa vedette judicial necesita y que a ustedes les cuesta un huevo de la cara. Por el contrario, y fiel a mi bonhomía, les propongo una solución que ahorrará dinero al erario: apunten a Herr Garzón, aunque sea por suscripción popular, a un programa de esos en los que los famosos bailan. Sí, sí, no se sorprendan: él estaría contento con sus evoluciones por la pista y sus apariciones semanales, y ustedes se ahorraría unos cuantos millones de euros: ¡todos contentos, meine Damen und Herren! Ahora bien: no constituyan de jurado a los miembros del CGPJ; ya que ellos ya demostraron que no les importa que la justicia sea ridiculizada a diario en España: no hay nada mejor que una buena toga para «protegerse de los rigores del invierno». De todas formas y mientras llega el momento de ver al Fred Astaire jienense en acción, yo le propondría que fuera más allá en su astracanada. Sí, queridos lectores, porque con Herr Garzón me ocurre lo mismo que con ZP: ¡me río tanto!; desde que los hermanos Calatrava no actúan no había presenciado otro dúo con tanto talento. Ya que Herr Garzón comenzó la bufonada con la solicitud de la partida de defunción de Francisco Franco, sería divertido que nadie se la enviara; de ésa forma no le quedaría otra opción— después de citar al interesado en su domicilio; ya saben: Valle de los Caídos s/n— que declararle en rebeldía; ¡yo pagaría por verlo!
Por otra parte, sospecho que ése glorioso momento del hazmerreír llegará el día que ZP ya no tenga nada más que sacar de la chistera; aunque el hecho de que la citación llegue o no dependerá del destino, porque a pesar de los grandes medios —humanos y técnicos— de los que la justicia española dispone, podría ser que llegara tarde. Si así ocurriera, ustedes no deben molestarse, meine Damen und Herren. Tengan presente que la justicia que emana de los hombres está sujeta a nuestras carencias, aunque los corporativistas hombres de negro siempre se disculparán con el pensamiento de que un mal día lo tiene cualquiera.
FOTO: Fabbrica Italiana Automobili Torino.
Y. había solicitado que nos sirvieran el desayuno a las nueve en la habitación. Sin embargo, faltaban pocos minutos para las siete y yo estaba despierto (les aseguro que no lo hice para observarla). Después de varios intentos por conciliar el sueño, opté por mirar el techo. Ya sé que suelen ser todos iguales, estimados parroquianos, pero mi imaginación se mostró tacaña a la hora de proporcionarme una alternativa; además me apetecía rebullirme entre la sábana; que no era la Santa Sindone precisamente: crujía en exceso. Con todo y con eso, fue la sábana la que me ayudó a tomar una decisión, ya que Y., al girarse, quedó destapada. La visión de su cuerpo, la camisola con la que duerme y la culotte me hicieron comprender que hay otras formas de comenzar el día: afortunadamente, ella compartió dicha opinión; después ambos desayunamos con apetito.
Las dos jornadas en Turín queríamos destinarlas a lo habitual: pasear por la ciudad, encontrarnos con amigos y realizar algunas compras; todo relajado y sin prisas. Sin embargo, yo debía dedicar el primer día a algo que siempre es espinoso, meine Damen und Herren: asomarme al abismo del pasado. La noche de nuestra llegada cenamos en el restaurante del hotel junto a dos antiguas amigas. Durante el encuentro pretexté algo que a Botiflard le resultó increíble— así lo indicó su gesto— y me ausenté: regresé a la habitación para llamar a Antonella. Mantuvimos una breve conversación en la que ella venció su sorpresa inicial, y yo, mi inquietud. Les reconozco, estimados parroquianos, que yo ignoraba qué pretendía al obrar de ésa manera. Tal era mi incerteza, que mientras Y. se maquillaba junto a mí y yo me afeitaba me sentí incómodo. Ella interpretaba que mis miradas soslayadas eran para apreciar su desnudez, pero yo sabía el auténtico motivo: disfrutar del presente cuando el pasado no se entiende es difícil.
Baltasar Garzón es un hombre aficionado a asomarse a los abismos, aunque de hecho lo que le gusta es atravesarlos con el donaire de un funámbulo cojo; es lo que algunos denominan prevaricación. Mi condición de lego me impide opinar al respecto, aunque sin embargo me permite ser objetivo en otras cuestiones que afectan al justiciero universal. Sé que algunos acusan a Herr Garzón de ser un vendido, pero creo que están equivocados, queridos lectores; sí, ya que el juez Garzón es algo peor: un realquilado con derecho a cocina; porque eso es lo que le interesa al ecuánime de chicha y nabo: la cocina; ya saben, meine Damen und Herren, ése lugar donde todo se «cuece». El último esperpento de Herr Garzón no es más que una nueva muestra de esas vertientes deformadas de la vida que el otro perla — José Luis Rodríguez, el Puma— considera que rigen los destinos de un político: manipulación, oportunidad, interés personal y falsedad. Una vez más, estimados parroquianos, no me sorprende la impericia de un juez de «todo a 100» que utiliza su toga de la misma forma que un torero su capote: ¡Olé! ¿Herr Garzón forma parte de la cuadrilla del «maestro»? Si así fuera, meine Damen und Herren, tendríamos que buscarle un mote: ¿el niño de las puñetas?; ¿el palanganero del amanecer?; ¿finito de chupo y trago?; ¿el largo meas?; ¿el castrati del vozarrón? Es algo difícil, queridos lectores: los motes taurinos conforman un género literario propio.
Hoy no mencionaré esas instrucciones deleznables y toda la parafernalia que esa vedette judicial necesita y que a ustedes les cuesta un huevo de la cara. Por el contrario, y fiel a mi bonhomía, les propongo una solución que ahorrará dinero al erario: apunten a Herr Garzón, aunque sea por suscripción popular, a un programa de esos en los que los famosos bailan. Sí, sí, no se sorprendan: él estaría contento con sus evoluciones por la pista y sus apariciones semanales, y ustedes se ahorraría unos cuantos millones de euros: ¡todos contentos, meine Damen und Herren! Ahora bien: no constituyan de jurado a los miembros del CGPJ; ya que ellos ya demostraron que no les importa que la justicia sea ridiculizada a diario en España: no hay nada mejor que una buena toga para «protegerse de los rigores del invierno». De todas formas y mientras llega el momento de ver al Fred Astaire jienense en acción, yo le propondría que fuera más allá en su astracanada. Sí, queridos lectores, porque con Herr Garzón me ocurre lo mismo que con ZP: ¡me río tanto!; desde que los hermanos Calatrava no actúan no había presenciado otro dúo con tanto talento. Ya que Herr Garzón comenzó la bufonada con la solicitud de la partida de defunción de Francisco Franco, sería divertido que nadie se la enviara; de ésa forma no le quedaría otra opción— después de citar al interesado en su domicilio; ya saben: Valle de los Caídos s/n— que declararle en rebeldía; ¡yo pagaría por verlo!
Por otra parte, sospecho que ése glorioso momento del hazmerreír llegará el día que ZP ya no tenga nada más que sacar de la chistera; aunque el hecho de que la citación llegue o no dependerá del destino, porque a pesar de los grandes medios —humanos y técnicos— de los que la justicia española dispone, podría ser que llegara tarde. Si así ocurriera, ustedes no deben molestarse, meine Damen und Herren. Tengan presente que la justicia que emana de los hombres está sujeta a nuestras carencias, aunque los corporativistas hombres de negro siempre se disculparán con el pensamiento de que un mal día lo tiene cualquiera.
FOTO: Fabbrica Italiana Automobili Torino.
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