Samstag, Januar 09, 2010

CRÓNICAS DE UN BÁRBARO (9): DE REFLEJOS (1).

REFLEJO: 5. m. Imagen de alguien o de algo reflejada en una superficie.

A K. y a mí nos gusta viajar en tren, meine Damen und Herren. Sin embargo, en el viaje de regreso a Barcelona, yo tendría por compañera a la soledad, ya que los compromisos artísticos de K. le obligaron a prolongar la estancia en Madrid. De la misma forma, la malvada mujer que rige mi destino profesional requirió mi presencia: yo debía regresar a casa. Durante la última noche que pasamos juntos en la Corte y Villa no nos separamos ni un milímetro: créanme, estimados parroquianos, no es una exageración. Con todo, yo tenía billete para el último AVE con destino a la Ciudad Condal, algo que nos permitiría disfrutar de nuestra compañía durante la jornada siguiente. Yo dormí hasta un poco después del mediodía, hora ésta en la que K. regresó del ensayo. A pesar del cansancio acumulado, K. demostró de nuevo la alegría múltiple, mudable y fragmentaria que caracteriza su forma de ser. Aun así, percibí fugazmente en ella un ánimo desvaído; era comprensible, queridos lectores: el hombre que ama partiría unas horas después. Sea como fuere, ambos nos juramentamos para que esa separación temporal— una semana más tarde yo debía viajar a otro lugar— no devorase nuestra felicidad con una tenacidad perturbadora: creo que lo logramos. K. se deleita con la comida oriental, así que aceptamos la sugerencia de un alma caritativa y acudimos a un restaurante (no recuerdo el nombre, estimados parroquianos: ya sé que mi despiste habitual no tiene mucho de filosofía…Zen) en el que entre otras viandas dimos buena cuenta de un suculento pato crujiente. Disimulé todo lo que pude, meine Damen und Herren, pero me resultaba difícil no lanzar miradas soslayadas a la esfera negra de mi reloj, cuyo cristal reflejaba la triste aflicción del amante. Sin que todavía sepa el porqué, estimados parroquianos, en ese momento intuí que mi jornada estaría vinculada a los reflejos. Tan es así que mis ojos buscaron el anillo que K. siempre luce en su dedo índice: brillaba de una manera especial. No me inquieté, lo reconozco, porque quizá nuestra felicidad no es más que un reflejo de nuestros caracteres, actos, forma de amarnos y la capacidad que tenemos para explicar nuestros sentimientos sin barnices, sin biselar. Ambos somos conscientes de que nos hemos encontrado mediante un capricho del destino y un azar favorable, una concomitancia que no se repite muchas veces a lo largo de la vida. Durante los postres, K. estuvo elocuente, ella sabe que me gusta escuchar su voz, la suavidad de sus preguntas, su tono pausado y calmado, su dialéctica eficaz para transmitirme su amor o pensamientos y su prudencia en la entonación y el gesto. El camarero sirvió dos cafés densos, severos como la brea y tan aromáticos como un colmado. Nunca añado azúcar al café, meine Damen und Herren, porque me resulta incomprensible intentar endulzar lo que es amargo; cambiar en definitiva. Entre K. y yo sucede algo parecido, ya que a ambos nos resulta injusto, cobarde, mezquino y egoísta mantener una relación con una persona para después cambiar su forma de ser, adaptarla a nuestros gustos, pensamientos o necesidades — ¡quién sabe!— o moldearla para satisfacer unas cuestiones que no son inherentes a una pareja: nosotros nos enamoramos por nuestra forma de ser, y nos aceptamos. Siempre le repito a K. que no cambie ni un ápice, que su belleza reside en su personalidad. Removí el café con la cucharilla para igualar el sabor, y al hacerlo, descubrí mis ojos reflejados en la negritud de la bebida.
Alargamos la sobremesa, aunque el sol baldío de ese día nos impelió a pasear un poco más por Madrid: debo reconciliarme con esa ciudad, les prometo que lo haré, meine Damen und Herren. No obstante, durante ese paseo no pude evadirme de los reflejos: un escaparate, el metal bruñido de un portal, el barniz de un banco…De vez en cuando olfateaba el cuello de K., queridos lectores, eran pequeñas incursiones en un olor cítrico, fresco y que incita a la…fantasía: ella sabe que me gustan sus olores. La tarde amarilleaba como un periódico viejo, y K. propuso ir a la estación de Atocha con el tiempo suficiente. Ella, al igual que ustedes, queridos lectores, sabe que las prisas me desagradan. Aunque les resulte increíble, el tiempo pasó lento, y decidimos apurarlo mientras bebíamos algo en la terraza de un bar situado frente a la estación, junto a una agencia de viajes y al pie de un despacho de abogados que ofrece sus servicios las 24 horas del día: no quiero ni imaginarme qué tipo de clientes acuden a él. Ustedes ya me entienden: ¡sin charme!


Foto: Gin-tonic, Coca-Cola y cacahuetes. NvO (2009)