EN LA PINACOTECA.
PINACOTECA: 1. f. Galería o museo de pinturas.
No suelo frecuentar las pinacotecas, meine Damen und Herren: me aburren. Asimismo, en varias ocasiones me sentí defraudado al contemplar in situ un cuadro: el tamaño era ridículo; los colores me resultaban mortecinos, y la imagen, inanimada; y no fui capaz ni siquiera de olfatear qué pretendía transmitir el artista, aunque siempre hay alguien que sabe incluso más que el pintor. La primera vez que vi La Gioconda me pareció una mierda; y la segunda, además, creo que hasta estaba pinchada en un palo. Quizá lo más entretenido de visitar a Mona Lisa esté en sortear a los turistas japoneses, que como hormigas excitadas junto a un terrón de azúcar pululan con un frenesí telúrico y extraño. Por otro lado, estimados parroquianos, las diferentes teorías que pretenden explicarnos el porqué de la sonrisa, el estado de salud de Lisa Gherardini (Mona Lisa) o cualquier otra tontería, me resultan más propias de novelistas que de historiadores. A lo mejor todo era más sencillo y prosaico, y Leonardo da Vinci estaba desnudo cuando pintó el retrato y le hizo una promesa a la modelo: «En cuando termine este trazo, Lisa, te voy a follar hasta que salten chispas de tu coño». Si así hubiera sido, meine Damen und Herren, entendería con facilidad el esbozo de sonrisa de la muchacha: le esperaba un auténtico «polvo» de estrellas. ¡Qué romántico! No anida en mí la intención de visitar de nuevo a La Gioconda, además es innecesario viajar a París para ver el cuadro, basta observar las últimas fotografías del sosias de Mona Lisa: nuestro siempre admirado José Luis Rodríguez, el Puma; un hombre en cuya inteligencia encontraremos más indios que caballos.
Ése deshecho de tienta del talento no gana para disgustos, estimados parroquianos, parece que pisó una mierda: ¡qué poco charme o…vista!; ¿la baraka se fue a comprar tabaco? Las reacciones de la sibila leonesa ante las adversidades me recuerdan a las del niño tontito y malcriado que no soporta que otros le quiten la piruleta y que se muestra incapaz de recuperarla: ¡Ya no te estoy amigo! Tierno, muy tierno, meine Damen und Herren. Sea como sea, no me sorprenden las reacciones del infeliz, tengan presente que estamos ante un estadista de inteligencia de punto y final, así como ante un individuo inmaduro, inculto, palurdo y pagado de sí mismo. Del mismo modo, hemos de comprender sin esfuerzo alguno que ese tipo de mamarrachos en su tinta sólo exigen a los garduños que les acompañan en el viaje al centro de La Tierra una virtud: que obedezcan sus órdenes como si fueran la palabra de Dios. Creo que en cada uno de los gañanes que forman el gabinete ministerial hay un tonto que pugna por salir. Tan es así que cada declaración de Elena Salgado— la mojama prêt à porter— nos fascina; sí, sí, meine Damen und Herren, nos fascina. Ahora bien, me gustaría que la avellanada, en lugar de hablar de «brotes verdes», «mejora de cifras de paro» y caídas amortiguadas por un paracaídas, nos explicase cómo puede una nación ser optimista cuando la cifra de recaudación de impuestos cae trimestre tras trimestre, el consumo mengua, el paro sube y el nivel de deuda pública emitida por España puede llegar a finales de 2010 a equivaler al 60% del PIB. Aun así, estimados parroquianos, eso no es lo peor, ya que si sumamos la deuda pública a la privada, España sólo puede caerse muerta en un lugar: la ventanilla de préstamos del BCE. No seré yo el que discuta cuestiones económicas con alguien que aprendió Economía en dos tardes, queridos lectores, pero alguien debería explicar a ZP que para eliminar el déficit y hacer frente a la deuda es necesario un superávit continuado; situación ésta que no vislumbro en el horizonte español ni en uno de mis excesos etílicos. La Gioconda me parece un cuadro decadente, aunque no tanto como la imagen de la Boba Lisa, un esperpento humano que impone la decadencia como teoría económica y estilo de vida; e incluso algo peor: mantiene la sonrisa. ¿Será también por un «polvo» de estrellas?
Foto: La Gioconda (1506). Leonardo da Vinci.
Foto: La Gioconda (1506). Leonardo da Vinci.