Donnerstag, Juni 25, 2009

BARBERÍA Y...


BARBERÍA: 1. f. Local donde trabaja el barbero.

Tres fueron los hombres que presenciaron mi paso de la infancia a la edad adulta: Paco, Leonardo y José. Como ustedes adivinarán, meine Damen und Herren, eran personas pacientes; no sólo por el tiempo que duró el proceso sino porque lo observaron siempre de pie mientras yo permanecía sentado: eran mis peluqueros. Paco Ureña me sentaba sobre un caballo de madera para contarme el pelo, aunque en otras ocasiones fue sobre una cebra o incluso un elefante. Yo me sentía como Napoleón cuando posaba para uno de sus retratos ecuestres, y permanecía inmóvil, hipnotizado por el tintineo metálico de las tijeras y la imagen de mi madre reflejada en el espejo. Mantenía la cabeza gacha quizá porque ignoraba qué posición debía adoptar; pero a Paco, con su experiencia, le bastaba un ligero toque para situar mi testa en la postura idónea: Napoleón mudaba la expresión del triunfador por la del caminante meditabundo de la isla de Santa Elena. Yo comprendí que dejaba atrás la infancia cuando Paco prescindió de sus indicaciones, estimados parroquianos, y decidí que desde entonces yo sería el dueño de mi cabeza: busqué otra peluquería. Uno de mis amigos, un barbián al que llamaré A. para que ustedes no sepan que se llama Alberto, me sugirió la peluquería a la que él acudía: Leonardo from London. El nombre me despertó algunos recelos, lo reconozco; sin embargo, el local estaba a un tiro de piedra de nuestro colegio y nos permitía aprovechar las horas muertas del «campanero» antes de tomar el aperitivo en el bar — Bar Yeti— que habíamos convertido en nuestra aula de estudio: obtuvimos buenas calificaciones con las bravas y las cañas, aunque con los boquerones conseguimos el sobresaliente. No obstante, la algarabía del Bar Yeti contrastaba con el muermo de Leonardo from London: conversaciones en voz queda que reflejaban una cortesía tan amanerada como los gestos del peluquero; una mímica inútil y afectada antes de cada corte de tijera; prohibición de fumar; y el aburrimiento de un lugar tan impoluto y aséptico como un quirófano. Asimismo, el espejo frente a mí era pequeño, algo que me impedía observar a Leonardo, cuya presencia en mi cogote podía percibir con la misma inquietud con la que Jean Fontaine percibe a Rebeca. Harto de ese mausoleo capilar y sin saber el porqué Leonardo añadía el «from London», deambulé sin peluquero fijo hasta que apareció el hombre que me salvó la vida: José Franganillo; de…Franganillo Peluqueros. ¡Eso sí era una peluquería para un adolescente, meine Damen und Herren!: revistas pornográficas y prensa deportiva a disposición de los clientes; el humo añil del papel basto y tabaco barato de Pepe — un ayudante que compaginaba el trabajo en la peluquería con el de tramoyista en El Liceo—; discusiones que se iniciaban sin un motivo claro; la radio conectada a todas horas; y clientes que hablaban hasta cuando la navaja de afeitar rasuraba su garganta mientras sus pitillos desafiaban a la espuma desde la comisura de los labios. ¡Esa era mi peluquería! En la primera ocasión en la que traspase la puerta, Franganillo me formuló una pregunta: «¿Tú eres nuevo aquí?». Mi amigo A. demostró su sentido común y de la amistad al dejar la «rivera del Támesis» y morar en la «Provenza». José manifestaba su habilidad con las tijeras y las personas, una destreza adquirida en el ejército: filos voraces que nunca pecaban de gula; frases cortas que exploraban el territorio de la conversación; una amabilidad que no dejaba lugar al servilismo; y un tino con la navaja que me recordaba a los besos de una tía anciana: afectivos pero sin fuerza. Gracias a Franganillo y sus clientes descubrí que existía un equipo de fútbol que se denomina Cultural Leonesa; adquirí mis rudimentarios conocimientos sobre el balompié; entendí que los «expertos» en quinielas se dividen en dos categorías: los que nunca aciertan y los que siempre se equivocan; curtí mis pulmones con Celtas y Rumbo; y me mostré como un discípulo aventajado en toda clase de malas artes para con la esposa. Buenos recuerdos, meine Damen und Herren, muy buenos. Por el contrario, también fue con Franganillo cuando descubrí que la vida tiene muchos pliegues y que no todos son agradables: había llegado el momento de mi primer afeitado en una barbería.

Foto: Ven, dulce muerte, ven.