Samstag, Januar 09, 2010

CRÓNICAS DE UN BÁRBARO (11): DE AEROPUERTOS.


AEROPUERTO: 1. m. Terreno llano provisto de un conjunto de pistas, instalaciones y servicios destinados al tráfico regular de aviones.

Ignoro cuántos kilómetros habré recorrido durante mis viajes, meine Damen und Herren, pero estoy seguro de que son tantos como las horas de mi vida que quemé en salas de espera, zonas de embarque o tránsito, aviones cuyo destino tampoco es que me interesara mucho y esas cafeterías de aeropuerto donde los solitarios miramos sin ver, dejamos vagar los ojos con la mente puesta en nuestro hogar o los recuerdos, y al final, hartos de contemplar un paisaje conocido, postramos el rostro en la espuma de una cerveza, los posos de un café o en las volutas de humo de un Lucky. No creo que fuese la casualidad, sino el destino, la que me convirtió en lo que soy: un errante cansado, estimados parroquianos; incluso un exiliado de sí mismo en ocasiones. Yo chamuscaba a fuego lento mi última hora en España cuando K. me telefoneó: se preocupa mucho por mí, queridos lectores. Tenía ganas de hablar con ella, así que acepté la invitación de un carrito para el equipaje tan solitario como yo, y me senté en él. Frente a mí, un panel publicitario cambiaba los anuncios con una cadencia que no me interesó averiguar: donde antes vi un coche después observé la ropa interior de una mujer; un par de zapatos dio paso a unos pantalones; y una marca de perfumes aceptó la oferta de la compañía aérea que le sucedía en el panel, y desapareció. Es un mundo irreal el de los aeropuertos, meine Damen und Herren, un altozano magnífico para oír la banalidad del lenguaje y la cháchara desatinada. Asimismo, más que lugares los considero condenas, penales donde cada uno de nosotros redime sus tragedias o convive con sus dramas, espacios donde arrastramos las maletas con una fidelidad que roza la tortura; como quien carga durante toda la vida con un amigo gorrón, una pareja que no nos despierta la menor curiosidad o un trabajo inaguantable. Reconozco, estimados parroquianos, que K. es la única mujer de mi vida a la que le permití conocerme: creo que está satisfecha con lo que descubre. Nuestra conversación fue grata, no le resulta difícil provocarme una sonrisa. A pesar de apurar el tiempo, llegó el momento de finalizar la charla: ambos sabíamos que en las siguientes palabras rechinaría el eco de la distancia.
Antes de entrar en el aeropuerto del Prat, decidí fumar el último pitillo. Pensé en K., en ustedes, meine Damen und Herren, —deseaba explicarles muchas ideas—, en mí y también en nuestro siempre admirado José Luis Rodríguez, el Puma: ¡Pobre infeliz!, aunque si lo pienso bien… ¡pobres todos ustedes! Los lectores habituales de Josephsplatz, Das berliner Feuilleton, saben que por estas fechas me retiro a las montañas. Sin embargo, este año quebraré lo que es casi una tradición; de vez en cuando debemos hacerlo, estimados parroquianos: es gratis y no duele. El presente año me enfrento al reto más ambicioso de mi carrera, el que marcará mi destino en cierta manera. Aun así, soy optimista y confío en el resultado. ¿Por qué no hacerlo, queridos lectores?: siempre conseguí lo que quise en la vida (también hubo dificultades); no tengo derecho a quejarme ni a recelar. Durante las próximas semanas, K. y yo viajaremos de nuevo por España: ella requiere reposo para sanar una antigua lesión; y yo, tranquilidad para finiquitar…«el reto»; falta muy poco.
Las crónicas de un bárbaro concluyeron, meine Damen und Herren; de igual forma que el Lucky que sostenía en la comisura de los labios agonizaba. Busqué un cenicero para tirar la colilla, y mientras me acercaba a él, decidí que esa imagen sería la que cerraría esta temporada de Josephsplatz. No obstante, dudé al comprobar la suciedad que acumulaba la arenilla: ustedes no se merecen eso. Sin que me percatara de su presencia, una empleada de la limpieza se acercó, extrajo un pequeño rastrillo de un capazo y retiró las colillas. Observé el cuidado con el que limpiaba el recipiente y alisaba ese diminuto pedregal: de esos pequeños gestos y una observación atenta surge la literatura. Aspiré la última calada del cigarrillo, clavé la colilla en la arena y dejé el paquete vacío. Todo había terminado, meine Damen und Herren, salvo escribir.

Foto: Cenicero, colilla y Lucky Strike. Nvo (2009)


CRÓNICAS DE UN BÁRBARO (10): DE REFLEJOS (2).


PATIBULARIO: 2. adj. Que por su repugnante aspecto o aviesa condición produce horror y espanto, como en general los condenados al patíbulo. Cara patibularia. Drama patibulario.


Era un bar de aspecto deslustrado, decadente y tan crapuloso como la apariencia del camarero que se parapetaba tras la barra; el típico local en el que siempre encontraremos un «Picasso» o las marcas de «una frenada de coche» cuando abrimos la tapa del inodoro. Disculpen que en ocasiones no los distinga, meine Damen und Herren, pero ustedes ya saben que carezco de la sensibilidad necesaria para apreciar el arte. Ahora bien, aquellos de ustedes que sean aficionados a…«practicar la “puntería”» — sé que me entenderán— encontrarían en esa pocilga un campo de tiro magnífico. Por el contrario, el camarero de aspecto patibulario dejó sobre la mesa un platillo con cacahuetes: supongo que no sería mi físico el que le indujo a actuar así; no, no creo.
Los minutos se sucedían con frívola liviandad, estimados parroquianos, al tiempo que K. bebía su Coca-Cola; y yo, mi segundo gin-tonic. Junto a la mujer que amo y en esa tarde anaranjada y con olor a otoño, descubrí que me encontraba en la Capilla Sixtina de los reflejos: la superficie metálica de la mesa; el cristal de mis Wayfarer; la laca de mi encendedor; y los eslabones del brazalete del reloj de K. A pesar de todo, meine Damen und Herren, el momento de partir se acercaba, así que nos dirigimos a la estación. Faltaban veinte minutos para la salida de mi tren, y antes de pasar el control de seguridad, K. y yo nos acodamos en la barandilla desde la que se domina la planta de la estación. Sé que ustedes saben tan bien como yo que todas las despedidas tienen un punto de mal augurio, un dolor sordo que no siempre somos capaces de admitir y que semeja un golpe propinado sobre una herida aún sin cicatrizar: sospecho que es lo que algunos denominan «recuerdos». Las manecillas de mi Omega administraban la tensión y el tiempo de una manera espasmódica; al menos así lo percibía yo, estimados parroquianos. Permanecimos abrazados un buen rato, meine Damen und Herren, mientras susurramos varios «te amo» en un tono similar al de la súplica del desesperado. Yo sabía que era una separación temporal y que escucharíamos de nuevo nuestras voces cara a cara; pero me resultaba difícil alejarme de ella. K. se separó de mí, acarició mi mentón, abrió el bolso y me entregó un sobre al tiempo que formulaba una petición: «Ábrelo cuando estés en el tren». Apreté las mandíbulas con una fuerza que sólo apaciguó el beso de K. y la expresión de su rostro. Ella sabe que odio las despedidas y que nunca me giro después de dar la espalda. Aun así, y una vez que mi equipaje fue controlado, detuve mis pasos y me di la vuelta. Allí estaba ella, estimados parroquianos, con ese físico en el que conviven en perfecta armonía delicadeza y contundencia, y con una llamativa hermosura que en muchas ocasiones el lugar en el que K. permanece acrecienta. Entendí que estaba ante una mujer que no admite analogías simples ni burdas imitaciones, queridos lectores; por algo es el amor de mi vida. Sonreí e incliné la cabeza. Acto seguido, meine Damen und Herren, llevé la mano a mi pecho («te quiero con locura»), mis labios («nuestra intimidad está en las palabras») y la frente («te llevo en mi pensamiento»); sé que ella lo entendió. No me sorprendí al entregar mi pasaje en el control de billetes, sabía que esas cristaleras devolverían mi reflejo y que yo me vería en él solo, muy solo. Obré bien al escoger un asiento individual: no me apetecía escuchar charlas insustanciales ni mi humor soportaría la cercanía de otras personas. Una vez acomodado, rasgué el sobre con el pulso trémulo y la mirada borrosa: soy humano, no lo olviden, bitte. La primera lectura fue rápida, ansiosa, las palabras brotaban ante mis ojos como si escuchara los retazos de una conversación lejana. Releí esos dos folios acunado por el traqueteo del tren, y en cada ocasión percibía un matiz nuevo, una expresión sincera y unas emociones alejadas de cualquier forma superflua o retórica. No les engañaré, queridos lectores, creo que leí esa carta más de cincuenta veces. Una vez satisfecho, recliné la butaca, sentía que el cansancio— casi extenuación— y un desaliento profundo y muscular me invadían. A pesar de cerrar los ojos no intenté conciliar el sueño; sería un intento estéril. Dejé que mi cabeza se bamboleara al ritmo de la marcha, un vaivén que me acercaba y alejaba de K.; incluso de mí mismo. Ese inquietante hálito que acompaña la apertura de las puertas del AVE me despabiló. Ladeé mi cabeza hacia el lado izquierdo y abrí los ojos; les diré lo que vi, meine Damen und Herren: un cristal sobre fondo oscuro vomitaba mi reflejo. Reflejos, todo son reflejos.


Foto: AVE. NvO (2009).


CRÓNICAS DE UN BÁRBARO (9): DE REFLEJOS (1).

REFLEJO: 5. m. Imagen de alguien o de algo reflejada en una superficie.

A K. y a mí nos gusta viajar en tren, meine Damen und Herren. Sin embargo, en el viaje de regreso a Barcelona, yo tendría por compañera a la soledad, ya que los compromisos artísticos de K. le obligaron a prolongar la estancia en Madrid. De la misma forma, la malvada mujer que rige mi destino profesional requirió mi presencia: yo debía regresar a casa. Durante la última noche que pasamos juntos en la Corte y Villa no nos separamos ni un milímetro: créanme, estimados parroquianos, no es una exageración. Con todo, yo tenía billete para el último AVE con destino a la Ciudad Condal, algo que nos permitiría disfrutar de nuestra compañía durante la jornada siguiente. Yo dormí hasta un poco después del mediodía, hora ésta en la que K. regresó del ensayo. A pesar del cansancio acumulado, K. demostró de nuevo la alegría múltiple, mudable y fragmentaria que caracteriza su forma de ser. Aun así, percibí fugazmente en ella un ánimo desvaído; era comprensible, queridos lectores: el hombre que ama partiría unas horas después. Sea como fuere, ambos nos juramentamos para que esa separación temporal— una semana más tarde yo debía viajar a otro lugar— no devorase nuestra felicidad con una tenacidad perturbadora: creo que lo logramos. K. se deleita con la comida oriental, así que aceptamos la sugerencia de un alma caritativa y acudimos a un restaurante (no recuerdo el nombre, estimados parroquianos: ya sé que mi despiste habitual no tiene mucho de filosofía…Zen) en el que entre otras viandas dimos buena cuenta de un suculento pato crujiente. Disimulé todo lo que pude, meine Damen und Herren, pero me resultaba difícil no lanzar miradas soslayadas a la esfera negra de mi reloj, cuyo cristal reflejaba la triste aflicción del amante. Sin que todavía sepa el porqué, estimados parroquianos, en ese momento intuí que mi jornada estaría vinculada a los reflejos. Tan es así que mis ojos buscaron el anillo que K. siempre luce en su dedo índice: brillaba de una manera especial. No me inquieté, lo reconozco, porque quizá nuestra felicidad no es más que un reflejo de nuestros caracteres, actos, forma de amarnos y la capacidad que tenemos para explicar nuestros sentimientos sin barnices, sin biselar. Ambos somos conscientes de que nos hemos encontrado mediante un capricho del destino y un azar favorable, una concomitancia que no se repite muchas veces a lo largo de la vida. Durante los postres, K. estuvo elocuente, ella sabe que me gusta escuchar su voz, la suavidad de sus preguntas, su tono pausado y calmado, su dialéctica eficaz para transmitirme su amor o pensamientos y su prudencia en la entonación y el gesto. El camarero sirvió dos cafés densos, severos como la brea y tan aromáticos como un colmado. Nunca añado azúcar al café, meine Damen und Herren, porque me resulta incomprensible intentar endulzar lo que es amargo; cambiar en definitiva. Entre K. y yo sucede algo parecido, ya que a ambos nos resulta injusto, cobarde, mezquino y egoísta mantener una relación con una persona para después cambiar su forma de ser, adaptarla a nuestros gustos, pensamientos o necesidades — ¡quién sabe!— o moldearla para satisfacer unas cuestiones que no son inherentes a una pareja: nosotros nos enamoramos por nuestra forma de ser, y nos aceptamos. Siempre le repito a K. que no cambie ni un ápice, que su belleza reside en su personalidad. Removí el café con la cucharilla para igualar el sabor, y al hacerlo, descubrí mis ojos reflejados en la negritud de la bebida.
Alargamos la sobremesa, aunque el sol baldío de ese día nos impelió a pasear un poco más por Madrid: debo reconciliarme con esa ciudad, les prometo que lo haré, meine Damen und Herren. No obstante, durante ese paseo no pude evadirme de los reflejos: un escaparate, el metal bruñido de un portal, el barniz de un banco…De vez en cuando olfateaba el cuello de K., queridos lectores, eran pequeñas incursiones en un olor cítrico, fresco y que incita a la…fantasía: ella sabe que me gustan sus olores. La tarde amarilleaba como un periódico viejo, y K. propuso ir a la estación de Atocha con el tiempo suficiente. Ella, al igual que ustedes, queridos lectores, sabe que las prisas me desagradan. Aunque les resulte increíble, el tiempo pasó lento, y decidimos apurarlo mientras bebíamos algo en la terraza de un bar situado frente a la estación, junto a una agencia de viajes y al pie de un despacho de abogados que ofrece sus servicios las 24 horas del día: no quiero ni imaginarme qué tipo de clientes acuden a él. Ustedes ya me entienden: ¡sin charme!


Foto: Gin-tonic, Coca-Cola y cacahuetes. NvO (2009)


Donnerstag, Januar 07, 2010

CRÓNICAS DE UN BÁRBARO (8): CORTE Y VILLA.


CORTE: 1. f. Población donde habitualmente reside el soberano en las monarquías.

K. estaba entusiasmada con Madrid; disfrutaba de la ciudad, su gente y varios lugares: el templo de Debod y la Plaza de Oriente fueron sus favoritos. Asimismo, se mostró agradecida al público madrileño, ya que como ella me explicó “aprecia mejor la técnica”. No puedo serles explícito, meine Damen und Herren, porque ustedes ya saben que «la técnica» para mí se reduce a encontrar en mi gin-tonic la proporción exacta de ginebra Gordon’s o Bombay y tónica Schweppes. Llámenme maniático si así lo desean, estimados parroquianos, pero yo soy de esos que los experimentos no las hace ni en casa, ni con gaseosa. Sea como sea, K. disfrutó mucho de esas jornadas en la Corte y Villa— le fascinó descubrir un tinto: Pesquera—, que yo también aproveché para visitar antiguos conocidos. Sin embargo, fue durante esos días cuando ambos comprendimos que nuestro amor se había tornado indisoluble y que sería capaz de soportar cualquier embate, intromisión o malquerencia. Quizá esa fortaleza se refleja en la frase que repetimos cada día: «Eres el amor de mi vida». Ambos estamos convencidos de esa condición; tal vez por ello no nos importa nada ni nadie: sólo pensamos en nosotros y en lo afortunados que fuimos al poder realizar ese hallazgo. Nos acostumbramos al otro con una rapidez prodigiosa, queridos lectores, y supimos entrever en el carácter del otro lo que nos completa y complementa como seres. Me consta, y a ella también, que no somos capaces de concebir nuestra vida si no es junto al otro.
Meine Damen und Herren, ¿puede pedirse algo más? Yo creo que sí; por ejemplo la dimisión de nuestro siempre admirado José Luis Rodríguez, el Puma, un tipo que se muestra más agradecido que un sapo, ya que le besas y también se convierte en príncipe, pero de la imbecilidad. A ese lúgubre hombrecillo— no lo digo por…«Las góticas», porque su fealdad es tenebrosa y su porte indumentario ridículo— podríamos denominarlo «un político de relojería», y no sería por su exactitud o precisión, sino porque toca más cuartos que horas. Por más dinero que el Gobierno de España destine a lavar la imagen de ese mequetrefe de la inteligencia, el resto de políticos europeos son conscientes de que esa presidencia descafeinada recayó sobre un memo que ha convertido a su nación en un país al borde del desastre financiero y social, en un territorio que sólo podrá remontar el vuelo — siempre como el grajo, que vuela bajo— si retorna a los años en los que España era un país barato, tanto en salarios como en servicios. Sin embargo, meine Damen und Herren, eso ya no es posible, porque el euro es un dogal que ciñe el cuello de los países que lo aceptaron como moneda sin estar preparados para ello; no les digo nada cuando España tenga que aportar en lugar de recibir. ¿Nunca les llamó la atención que España, después de tanto tiempo en la UE, aún perciba fondos? La política económica de Rodríguez, la rapiña fiscal que ustedes padecen y la necesidad de que España sea competitiva obligarán a que el nivel de la clase media se iguale al de la obrera. Por cierto, estimados parroquianos: ¿Todavía existe la clase obrera en su país? No se sorprendan de la pregunta, queridos lectores, hace ya años que no me encuentro a un español que se reconozca como «obrero». Aun así lo entiendo, meine Damen und Herren, sé que un español lo que necesita y le importa es lucir una buena camisa— lo que se ve a simple vista—, a pesar de que se carezca de ropa interior o la suela de los zapatos esté agujereada: no se cruzan las piernas en público y el problema está resuelto. El inconveniente de nuestro admirado Rodríguez, un sujeto de capacidad tan flatulenta como desgarbada, es que se empeña en cruzar las piernas; que sepa descruzarlas es harina de otro costal. Los millones de parados españoles no podrán pagar sus facturas o satisfacer sus necesidades con el álbum de cromos a todo color que recogerá las reuniones y cumbres de Rodríguez. Asimismo, las empresas no incrementarán la productividad, tesorería, beneficios y competitividad por más «encuentros planetarios» que se produzcan. No obstante, Rodríguez, esa estampa que demuestra que trabajar cansa, está contento; aunque el pobre todavía no entendió la diferencia entre «querer» y «depender». Sea como sea, meine Damen und Herren, la presencia de Rodríguez y su próxima debacle nos plantea otra cuestión: ¿Qué haremos después con él? A pesar de ignorar sus respuestas, estimados parroquianos, me atrevo a proponerles una solución: construyan en Madrid una réplica del cerro del Corcovado— el que está situado en Río de Janeiro— y coloquen sobre él a Rodríguez; con los brazos extendidos, la sagacidad de saldo del bobo con ínfulas y esa mirada que atraviesa nuestro asombro para mostrarnos una idiotez tan repleta de pompa como de circunstancias.
Nos sentamos en un banco del templo de Debod: K. apoyó la cabeza en mi hombro y yo dejé que su cabello ensortijara mis dedos mientras nuestras mejillas se rozaban; fue un beso especial. Ella deseaba que yo le leyera algo que escribí hace algún tiempo; pero a pesar de que prefiero escribir en lugar de recitar, no me resultó difícil: ¿Acaso resulta algo difícil cuando se está enamorado, meine Damen und Herren?
Más tarde nos dirigimos hacia la Plaza de Oriente; deambulamos cogidos de la mano bajo la luz untuosa y anaranjada de las farolas, que entablaba un combate contra el resplandor metálico de la fachada del palacio. K. se detuvo para hacer varias fotografías; después nos sentamos en un banco de piedra: frente a frente, con nuestras piernas entrelazadas y el rostro a escasos centímetros. «Me gusta este lugar, me siento a gusto», confesó K. Yo dejé vagar la mirada, quería observar. Ustedes ya saben que Madrid no es mi ciudad favorita, pero ahora la veo con otros ojos. Aun así, meine Damen und Herren, sé que nunca será el amor de vida: ese espacio ya está ocupado en mi corazón.

Foto: Plaza de Oriente. K. (2009)


Montag, Januar 04, 2010

CRÓNICAS DE UN BÁRBARO (7): CHURROS Y PORRAS.


PORRA: 4. f. Fruta de sartén semejante al churro, pero más gruesa.
Madrid nunca ha sido una de mis ciudades favoritas, meine Damen und Herren; además me ocurre algo curioso: nunca me siento en el centro de la historia cuando visito la capital de España, al contrario de lo que me ocurre con Berlín, París, San Petersburgo, Londres o Viena, por ejemplo. Quizá el culpable sea yo, estimados parroquianos, ya que no me preocupé jamás de hacerla mía: memorizar puntos de referencia para orientarme, prescindir del pensamiento de que es una ciudad hostil, observar en lugar de ver, buscar el disfrute en ese pulso castizo del que la urbe no se librará nunca o ignorar el provincianismo que en ocasiones percibo. Con todo, queridos lectores, les reconozco que hay una cuestión que en Madrid se vive con otra intensidad y cobra una dimensión descomunal: la política.
Sea como sea, mi par de días en Barcelona había transcurrido, y yo me dirigía hacia Madrid en el AVE, con el pensamiento fijado en K. y la alegría de saber que me esperaba en la estación de Atocha; sí, ya saben: «el primer éxito político» de José Luis Rodríguez, el Puma, y una gran derrota para los españoles. (Disculpa, mi amor, ya sé que hay cuestiones que nunca deben mezclarse; pero ya me conoces). K. estaba radiante; lucía unas botas que estilizaban su figura y convierte el sonido de sus pasos en una eufonía que alegra a mis oídos, un vestido cuya longitud permite apreciar la firmeza de sus rodillas, el pelo suelto y exhibía una mirada y una sonrisa tan límpidas como sinceras: se alegraba de verme y demostró una vez más su robusta afición a amarme. Me gustó estrecharla entre mis brazos, sentir la presión de sus senos sobre mi pecho, percibir de nuevo el sabor de sus labios, escuchar un «te amo» susurrado y olfatear su cabello. Al salir de la estación, dos churrerías me dieron la bienvenida a la Corte y Villa; ¡qué barbaridad gastronómica, meine Damen und Herren!, sobre todo lo que denominan «porras»: ¡no puedo con ellas!, las encuentro demasiado…morunas. Tal vez por ello me repugna observar la fruición con la que algunas personas las mojan en el café, aunque más detestable son las trazas oleosas que flotan después sobre una de mis bebidas favoritas. ¡Demasiada grasa y aceite, estimados parroquianos!
Ahora bien, meine Damen und Herren, para tipos grasientos y aceitosos nadie mejor que nuestro siempre admirado José Luis Rodríguez, el Puma; un auténtico churro del intelecto. Esa hecatombe mental perpetua anunció hace pocos días que «asume con entusiasmo la tarea de sacar a Europa de la crisis»; ¡y yo con estos pelos, queridos lectores! Ignoro a qué obedece tal alarde de cretinismo y falsedad, estimados parroquianos, porque vincular la palabra «compromiso» a Rodríguez sólo podemos aceptarlo si está encuadrada en una metáfora o en una poesía sin métrica. Con todo, ese hombrecillo me resulta cada día más esperpéntico; y sus declaraciones, los delirios de un desequilibrado. Pretender que un país como España— una de las rémoras de la UE y cuya economía y sociedad ha destrozado Rodríguez con especial saña— ayude a Alemania, Francia e Italia, por ejemplo, es más increíble que descubrir que Fdez. de la Vega engendró un hijo; aunque ahora que lo pienso…
El peripatetismo de Rodríguez resulta conmovedor, meine Damen und Herren, porque él es consciente de la importancia y credibilidad que tiene entre el resto de mandatarios: eso y mis cojones 33. Sin embargo, el polichinela leonés aparece en el teatrillo de guiñol y mueve las manitas y la cabeza hueca mientras sostiene la sonrisa crispada de los títeres. ¡Si hasta Barroso— otro político veleta y más apocado que Rodríguez— le tomó el pelo, bitte! Les señalo un ejemplo: Der Spiegel, así como otros medios de comunicación alemanes, denomina a Barroso «Herr Mutlos». ¡Qué bárbaros, meine Damen und Herren! Por más que en España se inflen las noticias vinculadas a Rodríguez, los alemanes y otros europeos conocemos el percal del bobo, su magnífica gestión económica en España, su ineptitud y escaso valor intelectual. De todos modos no debemos sorprendernos, estimados parroquianos; ésa es la esencia de un tipo grasiento: dejar trazas por donde pisa. ¡Qué poco charme!, parece una porra.
Por el contrario, queridos lectores, miro con deleite los pasos de K. Estuvimos instalados en un hotel de las afueras de Madrid; un lugar apacible y bello en el que era fácil…«rozarse» con la naturaleza. Asimismo, la tranquilidad del sitio me permitió trabajar a gusto, ya que K. madrugaba más que en Barcelona— un cambio vinculado a su trabajo— y yo dispuse de la soledad de las mañanas. Sin embargo, meine Damen und Herren, a media tarde paseábamos o nos amábamos hasta el anochecer, hora ésta en la que acudíamos a algún restaurante para cenar. Al vernos juntos, estimados parroquianos, daba la impresión de que nuestros sentimientos se habían congregado alrededor de nuestras almas de la misma forma en que una flor, un búcaro y el agua conviven: se necesitan.
Sentí los pies de K. bajo la sábana; me gusta. Ella dormía y yo lo intentaba, pero antes de dejarme caer en los abismos del sueño, toqué sus nalgas, subí la mano por su espalda y le acaricié el cuello. Ella se giró y me ofreció sus labios; todavía conservaban nuestros olores. Después de besarnos y antes de dormir, nos dijimos algo: «Te necesito».

Foto: NvO lee prensa española en el vestíbulo del hotel. NvO (2009)